Hay miradas oblicuas, sesgadas, prejuiciosas; y, miradas sinceras y frontales. Hay miradas que acarician o abofetean. Miradas que buscan comprender y otras que jamás se plantearán intentarlo. Por detrás de cada mirada se intuyen las fronteras y censuras de quien observa; por delante, otras historias anuncian nuevos horizontes a descubrir. Como seres sociales que somos, habitamos una región a menudo inhóspita, delimitada por las miradas ajenas y la propia: a tumbos entre ambos extremos, intentamos construir ese “algo” especial llamado identidad.
“En mi adolescencia fui a un colegio de mujeres, aunque yo siempre me sentí un niño; hasta tuve una novia, pero las autoridades se enteraron y presionaron a mis padres para que me retirasen de allí”, relata el abogado Giovanny Jaramillo, un hombre trans de 54 años, activista de larga trayectoria en la causa LGBTIQ+. “Terminé de estudiar por la noche, que era el único espacio que teníamos: a las personas diferentes, como yo, había que ocultarlas”.
“Antes de comenzar mi transición médica no podía verme al espejo, porque sentía que no quería seguir envejeciendo como alguien que no soy”, nos cuenta María Juana Maldonado, Joya, una joven artista, gestora cultural y DJ trans quiteña de 27 años. “Un momento clave y hermoso fue sentir la euforia de género, lo contrario a la disforia; me había maquillado, llevaba un vestido y estaba a punto de ir a una fiesta: me miré antes de salir y me vi hermosa. Sentí esa euforia de saber que por fin era realmente yo”.
Dos generaciones diferentes y dos experiencias que multiplican sus matices en miles de casos semejantes. La construcción de una identidad, sobre todo de género, es siempre una labor delicada. Pero lo es más todavía cuando la opción elegida no se somete a la heteronormatividad hegemónica: invisibilizadas y discriminadas, la población trans afronta un largo calvario para acceder a servicios de salud que merecen por derecho, ante la ceguera –real o fingida- de las autoridades políticas, sanitarias y de la mayoría de la sociedad. ¿Con qué ojos seremos capaces de sostener sus miradas?
Ojos que impulsan
“Siempre necesitas de otros ojos para darte cuenta de algunas cosas que te están pasando”, sostiene Nico Gavilanez (23), psicólogx, trans no-binarie y coordinadore de la Unidad de Salud Trans ‘Tayra Evelyn Ormeño’. Durante toda transición sexo-genérica, la contención de los afectos –familiares y amigxs- es un impulso indispensable para la propia convicción; y también para suavizar la montaña rusa emocional que implica: “Al inicio yo no contaba con redes de apoyo que entendieran mi proceso y empecé a autohormonizarme. Estaba feliz, pero luego tuve muchos cambios de humor, me puse agresive y se me hizo muy difícil gestionar todo lo que sentía. Solo cuando mi mamá notó esto y me ayudó, pude iniciar el tratamiento adecuado”, recuerda Gavilanez.
Algo menos pendular fue la situación de Giovanny Jaramillo. En especial, porque los tratamientos hormonales o quirúrgicos eran infrecuentes por entonces para los hombres trans. Criado en Luluncoto, en una familia de clase trabajadora, con cinco hermanxs cisgénero –cuatro mujeres y un varón, él descubrió y expresó su identidad en tiempos en que la diversidad sexual era penalizada con prisión en el Ecuador. “Pero nunca sentí, dentro de mi entorno familiar, algún tipo de rechazo o discriminación. Sabían que yo era diferente, pero nadie hablaba en forma negativa del tema. Creo que el amor de mi padre y mi madre fue tan grande que supieron manejarlo, aún sin entenderlo del todo”, elogia.
Diversas investigaciones han determinado que la “salida del armario”, aunque resulte evidente para los más allegados, comprende cuatro etapas: descubrimiento y develación; turbulencia; negociación; y, equilibrio. Estas no siempre se presentan en el mismo orden, a una edad similar ni con idénticas consecuencias; pero en todos los casos “el acompañamiento familiar oportuno hacia una persona que se encuentra en transición de género, reduce notoriamente las posibilidades de caer en estilos de vida que implican riesgo y además fortalece la salud mental y la resiliencia”. Por el contrario, entre quienes no reciben esa contención, son más habituales los casos de angustia, depresión, insatisfacción y estrés postraumático.
“Los chicos trans, que cuentan con más apertura y ayuda de sus familias, han vivido transiciones más exitosas porque tienen acceso a un trabajo, han podido estudiar y avanzar en ciertas cosas; pero no pasa lo mismo con las mujeres trans, que son mucho más marginadas y discriminadas”, opina Gavilanez. En función de esa realidad, parte de la población transfemenina ha estado –o aún está- ligada al trabajo sexual como alternativa de subsistencia; o bien se desempeña en empleos informales y escasamente remunerados que le impiden proyectarse humana y profesionalmente. “Hay muchas personas que quieren estudiar para tener mejores posibilidades laborales, pero no lo consiguen. Y detrás de la falta de oportunidades, la salud mental está bastante afectada”, añade.
Otro tanto sucede con aquellas parejas LGBTIQ+ que deciden tener hijos. Esa posibilidad está contemplada en la ley ecuatoriana a partir del llamado “Caso Satya”, pero tiene su lado oscuro y costoso: “Hay muchas concepciones artesanales, que se hacen porque nadie tiene USD5000-7000 para pagar la inseminación en una clínica. Pero el Registro Civil te pide el certificado de inseminación para registrar el nacimiento. Entonces esa ley se ha vuelto elitista, clasista, porque solo quienes tienen dinero podrán inscribir a sus hijos a partir del logro de la filiación homoparental”, cuestiona Diane Rodríguez.
“Mucha gente tiene la esperanza de que en uno o dos meses de uso de cualquier hormona ya se aprecien cambios en su cuerpo; se desesperan si no es así. Pero todo depende de muchos factores: de cada organismo, de la edad y de tu plan de transición”, reflexiona Gavilanez. Estas ansiedades, con frecuencia se combinan con la desinformación para generar afectaciones adicionales sobre la salud física y mental de la población trans: “De haber tenido la información adecuada sobre lo que pasaría con mi cuerpo en la actualidad, nunca me habría autohormonizado ni me hubiese puesto siliconas a los 21 años”, admite Rodríguez.
“En todo el Ecuador muchas personas trans sufrimos estas experiencias, o empezamos a hormonizarnos sin prescripción médica, porque no tenemos acceso a la salud”.–Zack Elías, enfermero trans guayaquileño
Ojos que infantilizan
“A uno, como persona menor de edad, lo visualizan como un ser asexuado, que a lo mejor no tiene la capacidad o la autonomía suficientes para autorreconocerse dentro de un género u otro”, analiza Tello. Infantilizar aquello que no se comparte o no se comprende, es otra de las formas que adoptan el menosprecio y la patologización de la diversidad sexual. Y es más común de lo que puede suponerse: “Tuve muchos problemas con un endocrinólogo que se negaba a proporcionarme las hormonas porque todavía no cumplo 18 años, a pesar de que cuento con el apoyo de mis padres y ellos estaban presentes en la consulta”, completa.
Las autoridades educativas, sobre todo en los niveles básico y medio, ejercen presiones semejantes sobre aquellxs estudiantes que esbozan su transición sexo-genérica, aún cuando su familia y compañerxs apoyen esa decisión. Desde obligarles al uso del uniforme que corresponda a su sexo biológico, hasta impedirles el uso de los sanitarios comunes o cuestionar su nueva identidad y los nombres asociados a ella: “Hay chicxs que quieren iniciar su transición en el colegio y los directivos les ponen ‘peros’. Básicamente sería como decirles ‘te aceptamos, pero con bajo perfil’. Dentro de la institución no puedes tener tu expresión de género ni vivirla como decidas. Es parte de un círculo de violencia tan insertado en la sociedad, que de repente no nos damos cuenta”, subraya Gavilanez.
Sin embargo, alcanzar la mayoría de edad tampoco garantiza un trato menos vertical o sectario, si antes no se superan los prejuicios morales y religiosos que impiden ver a la diversidad como lo que es: parte de la naturaleza humana. “Tuve muchas complicaciones para conseguir ginecólogxs mientras gestaba a mi hija. Todos los médicos me hacían el mismo tipo de preguntas: ‘Pero tú eres un chico, ¿cómo puedes estar embarazado?’. Nunca recibimos una atención como la que esperábamos, hasta que el último mes conocimos a la doctora que atendió el parto e hizo mi cesárea. Solo ella pudo comprenderme y tratarme tal como soy”, remarca Zack Elías, quien abandonó la hormonización tiempo atrás al igual que su esposa, Diane Rodríguez, para cumplir su sueño de embarazarse.
Pero sin dudas, la principal agresión a la salud mental y física de las personas trans es convivir a diario con el riesgo de sufrir una muerte violenta. “Nos siguen matando y nadie va preso”, reclama Rodríguez, quien desde la Asociación Silueta X mantiene actualizadas las cifras de crímenes transfóbicos, ya que el Estado no se ocupa de ese registro ni ha juzgado un solo transfemicidio hasta la fecha. “Así fuesen tres muertes al año, sería terrible. Pero las estadísticas están disparadas: desde 2017 tuvimos 15, 12, 17 crímenes por año… y en lo que va de 2021 ya llevamos 10”, advierte. Y concluye en que hay “muchísimo por hacer, porque en el Ecuador yo diría que la población LGBTIQ+ tiene apenas un 18-20% de derechos otorgados, todo en base a la lucha de la comunidad. Nadie nos regaló nada”.
Marginadxs, excluidxs de casi todas partes y siempre en riesgo, tampoco esperan ningún obsequio en el futuro: solo vivir en calma, ejercer con plenitud todos sus derechos y ser percibidxs y respetadxs según el modo en que eligieron vivir su vida. Igual que cualquier otra persona en cualquier época de la historia. “La gente tiene una noción dañada de lo trans como algo moderno, pero se trata de algo ancestral: hay esculturas trans en la cultura Valdivia, una de las más antiguas en esta región. Y en otras culturas se habla de personas ‘dos espíritus’. No es algo de ahora, no pasó por un trauma, simplemente existimos”, enfatiza Maldonado. El hecho de que esa existencia sea cada día menos traumática, dependerá de abandonar ciertos prejuicios sociales, morales y religiosos. Aprender a mejorar para llegar a verles tal como son, puede ser el primer paso.
«A uno, como persona menor de edad, lo visualizan como un ser asexuado, que a lo mejor no tiene la capacidad o la autonomía suficientes para autorreconocerse dentro de un género u otro».–Fabián Tello, estudiante y activista trans quiteño

Fuente: Línea de fuego, 1er Impacto